Cuba
Se dice de ella que es como un príncipe vestido con harapos. Sus destartaladas fachadas camuflan de forma consciente el más grande de los muchos tesoros que ofrece la mayor de las Antillas: su increíble gente, capaz de hacer, con sus sabrosas dicotomías y con todas las contradicciones en las que se desenvuelve, que la experiencia de cualquier viajero se asemeje a una excitante montaña rusa. Acosada y maltratada por diferentes imperios, se sigue alzando orgullosa, aunque tambaleante y atrapada en el tiempo, mientras continúa resistiendo con garra a un cruel castigo económico que dura ya demasiadas décadas. En realidad un archipiélago, completado por la isla de la Juventud y más de mil seiscientos cayos, dicen que si fuera un libro, sería el Ulises de James Joyce, con diversas lecturas, difíciles todas ellas de interpretar más allá del simplismo. Aclamada y denostada al mismo tiempo, deteriorada pero majestuosa, decrépita pero digna, divertida y exasperante a la vez, posee una magia indefinible que la convierte en un clásico dentro del mundo de los viajes. Eclecticismo cultural, con música corriendo por sus venas, pasado colonial orgullosamente superado, y la huella imborrable de una mundialmente famosa revolución, son algunas de sus muchas señas de identidad. Señas que sobresalen por encima de las sublimes medias lunas de arena blanca que jalonan sus costas, sus bonitas montañas, sus campos o sus pantanos con cocodrilos. Porque de esos atractivos también tiene. Y muchos. Pero por valiosos que sean, que lo son, resultan menos llamativos, por ser más corrientes, si se los compara con el abanico endémico del que goza, que ha provocado que se la defina también como una especie de islas Galápagos del Caribe, donde coexisten curiosidades paradójicas.